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El
siglo XVIII comienza para España en una situación de declive y degradación en
todos los órdenes. El imperio español que solamente un siglo antes imponía sus
deseos a no pocos pueblos europeos, ahora era una simple sombra de lo que había
sido. También el optimismo de los españoles había entrado en bancarrota en los
últimos días de la Casa de Austria. Con el fallecimiento del rey Carlos II en
el año 1700 se produce el cambio de dinastía monárquica que, después de una
enconada lucha entre distintas facciones del poder, va a recaer sobre la Casa
de Borbón francesa en la persona de Felipe de Anjou, nieto del rey de Francia
Luis XIV.
En
un principio, el nuevo monarca, denominado Felipe V, va a suponer un soplo de
esperanza en el entonces abatido pueblo español. El hecho de pertenecer a la
dinastía reinante en Francia, el estado más poderoso del continente por
entonces, parecía garantizar la estabilidad, el progreso y la integridad de
todos los territorios que seguían siendo muy numerosos contando las posesiones
en Europa y los territorios americanos de ultramar. Sin embargo, los sucesos
posteriores iban a demostrar que esta garantía no era suficiente. La
estabilidad pretendida se vio comprometida por el estallido de la guerra de
Sucesión que, además de su carácter internacional, pasó a ser una contienda
civil. El pacto de Utrecht en 1713 puso fin a esta guerra con importantes
pérdidas territoriales para España, aunque se consiguió mantener la cohesión de
los territorios de la península ibérica.